martes, agosto 15, 2006

Mi empresa tapadera dio de quiebra. Increíble pero cierto. Como en los mejores tiempos del boom de las nuevas tecnologías algunas empresas empezaban a cerrar sus ejercicios fiscales con pérdidas lo que con el paso del tiempo se traducía en despidos y en el inevitable cierre. Un buen día mis compañeros y yo nos vimos en la calle. Ellos se habían quedado sin empleo y yo sin aquello que me unía a la vida normal. Fueron momentos duros, pero son casualidades de la vida, cada uno tuvo que rehacer su vida de alguna u otra forma.

Con otro trabajo que me aseguraba un sustento la necesidad de encontrar otro trabajo se esfuma por el momento. Quien sabe lo que vendrá después, pero por lo menos ahora puedo hacer algo más de vida normal al tener las mañanas y parte de las tardes libres. Me daba pena por mis compañeros, por los chicos que tenía a mi cargo que se quedaban sin nada aunque con su juventud poco tardarían en encontrar otro chollo tan bien remunerado.

Empezaba una época de descanso de contemplación. Era el momento de tocar el infierno con los dedos. Empecé a emborracharme día si día también como forma de evadirme de mi soledad recién estrenada. Podría haber hecho cursos de macramé pero no me dio por ahí. Además la carga de trabajo que tenía era nula o casi nula con lo que favorecía más la dejadez, la desidia. Mis nuevos compañeros eran el alcohol y la comida basura. Llegó un punto en que no me importaba si era de día o de noche o que día de la semana era. Aquello no podía continuar de esa forma, tenía que rehabilitarme en cierto sentido. Poco a poco volvía a la realidad. Al irremediable peso de un trabajo que no me gusta pero que lo necesito para no volverme un paria. Es como una droga, irremediablemente se que me matará pero no puedo dejarlo porque es lo único que me llena en la vida. Esa es mi vida de soledad y tedio.

Para llegar a este punto de la película han sido necesarios varios malos años, con malas jugadas y malas decisiones. Esto era la rutina de mi vida hasta que logré despertar, cuando abrí los ojos era tarde, pero no demasiado tarde. Digamos que cuando llegué a Ciudad era un poco hosco e introvertido, un poco bastante, pero solo un poco.

Cuando llegué a esa estación de la vida decidí romper con todo lo que conocía y todo lo que trataba y me centré en mi mismo y en mi vida. Me encerraba en casa en mi habitación rodeado de oscuridad. Me tapaba los oídos para no escuchar nada de mí alrededor. Yo y mi compadre solos, frente a frente durante largos días y aun más largas noches. Era la hora de tirar de mi carro, de dejar de ayudar a los demás, ya que, cuando necesito ayuda nadie me la presta, nadie se interesa por lo que me pasa tanto si es bueno o malo. Estaba cansado, muy cansado, quería dedicarme a mi mismo. Vivía con dos personas más pero nuestro único contacto era un día a principios de mes para sufragar el alquiler de los gastos y el piso.

Con la gente que conocía fue más paulatino. Poco a poco me fui apartando de sus vidas. Dejamos de hacer muchas cosas de las que hacíamos hasta un punto que el contacto que teníamos se fue como un vaso de agua por el cauce de un río. Ahora ya estaba solo como yo quería, éramos yo y yo mismo.

Pasado el tiempo empecé a buscar un sitio para vivir yo solo con la inmundicia de mi vida y por fin encontré el lugar en el que vivo. El anuncio prometía un piso con vistas y reformado, con lo que era un piso situado en un décimo (con ascensor) y que era más viejo que maricastaña, pero bonito y resguardado.

La reforma fue fácil y entretenida ya que no era demasiado grande ni quería demasiados lujos. Cambié la puerta de entrada por una más robusta y me hice con una cama más acorde con mis medidas. EL salón si es que puede llamársele así fue llenado por un sofá de dos plazas, un sillón reclinable, una mesa y una televisión decente. Mi compadre, lo único de la vieja época quedó relegado a un cuarto plano al lado de la puerta de la cocina. Me sentía realmente bien en aquel espacio propiamente mío. Aquel rincón de Ciudad en el que me sentía a gusto y bien conmigo mismo.

El contacto con los vecinos era casi inexistente ya que vivía en el último piso del edificio y mi planta excepto a las otras contaba con solo una puerta. En el buzón de correo simplemente aparecía un 10º por toda señal acerca de mí. Todo el correo se reenviaba hacia mi código postal que era entregado en otra parte.

Mis horarios tampoco coincidían con los de los demás vecinos a no ser los jueves que los más jóvenes del edificio se encontraban conmigo al volver a casa. Incluso alguno de ellos intentó saber quien era, pero ante mi furtivismo en las preguntas y su borrachera todo quedaba en nada. A ese joven casi siempre lo acompañaba una chica pequeña y flaca que se agarraba a el para evitar que la gravedad hiciera su trabajo. Muchas madrugadas me crucé con ellos, luego de un día para otro simplemente desaparecieron. Bendita juventud decía, pero lo cierto es que no era mucho mayor que ellos. Pero mi juventud la dejé por el camino al igual que muchas cosas más.

En mi guarida no entraba nadie excepto yo. No llamaba a comida a domicilio ni a nada parecido para no tener que abrir mi hogar a nadie; pero el azar juega con todo el mundo y una tarde vino a llamar a mi puerta el fenómeno del censo.

Una chica de buen aspecto preguntaba por el dueño de la casa. Ante mi negación cambió el discurso para hacerme a mí la encuesta. Normalmente la mandaría a paseo y le cerraría la puerta en las narices, pero quería comprobar si mi nueva decoración un tanto “new age” le hacía pegar gritos. En modo alguno la chica no se sorprendió ante tan magno mobiliario y tan exclusiva decoración, lo único que preguntó fue si era yo estudiante. La encuesta transcurrió sin menor problema en un tiempo record. La chica quedó satisfecha ante la encuesta realizada y yo me quedé más a gusto en cuanto a mi ego decorativo.

En esa época recuerdo que me habían dado unos meses de vacaciones por cuestiones que no vienen al caso de modo que no tenía que ir a trabajar pero tampoco me podía ir muy lejos por si las moscas. Así que me dediqué básicamente a tocarme la barriga y a hacer lo que mejor se que da: no hacer nada.

Al carecer de amigos ni gente pública con la que tratar me dediqué a hacer maratones de películas o series antiguas hasta que el cuerpo aguantase; en menos de tres días mi casa parecía una auténtica pocilga. Eso me recordaba mejores tiempos.